A los miembros de la Familia Vicenciana. Queridos hermanos y hermanas, ¡Que la gracia y la paz de nuestro Señor Jesucristo llenen sus corazones ahora y
siempre!
Haz sitio en mi posada.
Abre mi corazón.
El Señor viene,
en esta persona sola,
la que ha sido olvidada,
ese preso sin esperanza,
ese niño no deseado,
ese desplazado,
esta persona que sufre el Sida,
ese paria a quien nadie quiere.
Señor, vienes, lo veo.
Bienvenido seas, Señor, entra
tu habitación está preparada.
-- Sor Catherine Madigan, HC
Desde que escribí mi carta de Adviento y prometí continuar tratando en mi carta de Cuaresma algunos puntos que mencioné en ella, he recibido numerosas reflexiones sobre el tema de las personas para las que no hay lugar. Muchas de estas reflexiones han enumerado diferentes ejemplos, como los desempleados, los emigrantes, aquellos y aquellas cuya cultura, lengua y color de la piel son diferentes.
Vivimos en un mundo lleno de prejuicios. Cada uno de nosotros, todos, tal vez, tenemos nuestros propios prejuicios que debemos examinar y a los que nos tenemos que confrontar para curarnos de ellos. De una manera o de otra todos hemos excluido a personas, quizá hasta aquellas con las que vivimos en nuestras comunidades y asociaciones. Puede ser que al mirar a los demás, los encontremos extraños sólo porque piensan de forma diferente. Quizá son descuidados, beben demasiado, son demasiado ruidosos o silenciosos. Tenemos muchas excusas para ignorarlos.
En esta reciente crisis económica que afecta a todo el mundo, un egoísmo exacerbado que desde un punto de vista moral está en el origen de la misma crisis, puede suscitar, incluso entre personas de buena voluntad, posturas que llevan a proteger lo que me pertenece y a privar a los otros de mi o de nuestra generosidad. Actuamos así personalmente, como familia, asociación o comunidad. El resultado es que son los más pobres de entre los pobres quienes sufren más. Sufren un mayor abandono cuando los demás se alejan y se repliegan más en ellos mismos.
A veces llegamos a decir que no hay bastante para todo el mundo. Y respondemos diciendo “lo siento” o “lo sentimos”. Y yo digo lo mismo ante numerosas y legítimas peticiones de ayuda para aquellos y aquellas que viven en la pobreza. Durante este tiempo de Cuaresma, preguntémonos si actuamos demasiado deprisa para protegernos y proteger nuestros propios intereses. Necesitamos reflexionar todavía más, sobre todo durante este tiempo de arrepentimiento, en lo que nos ayuda a tomar conciencia de nuestras necesidades y de nuestra pobreza. En otros términos, necesitamos reflexionar en nuestra voluntad de sacrificio, o en lo que llamamos en nuestra tradición vicenciana, la virtud de la mortificación. La raíz de esta palabra significa morir a uno mismo, sacrificarse, poner al otro en primer lugar. Exige tomar en consideración las necesidades y las preocupaciones de los demás. Lo contrario de la mortificación es el egoísmo, la preocupación por el propio bienestar, la búsqueda de los propios intereses. Estas actitudes dominan el mundo en el que vivimos hoy.
Practicar el arte de la mortificación es una ocasión para nosotros, como se suele decir, de apretarnos el cinturón, vivir más sencillamente, de modo que los que habitualmente tienen un nivel de vida más bajo, sientan menos los efectos de la crisis que de ordinario. Se nos pide que invirtamos el escenario para que seamos nosotros y no ellos quienes sintamos el sufrimiento. San Vicente practicaba constantemente esto, cuando llamaba a los pobres nuestros Señores y Maestros. No hablaba de una relación de igualdad, sino que iba al otro extremo con el fin de crear una relación más equilibrada. A veces somos lentos para comprender lo que San Vicente quiere enseñarnos al colocar a los pobres delante de nosotros. En vez de replegarnos en nosotros mismos en estos tiempos de crisis, de encerrarnos en nuestras propias actitudes egoístas, hagamos de modo que este tiempo de Cuaresma sea un tiempo de solidaridad.
Como vemos en los evangelios de Cuaresma, Jesús poco a poco es rechazado y finalmente abandonado tal y como lo fueron él y sus padres el día en que nació. Vivió un total abandono en lo alto de la cruz. Sólo algunos permanecieron fieles: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, esposa de Cleofás, y María Magdalena”. (Jn 19, 25) y Juan. Cada uno de ellos, María, María Magdalena y Juan, tenían en común un amor incondicional a Jesús. María, como sólo una madre puede amar; María Magdalena, una pecadora arrepentida que había tocado fondo y a quien un amor verdadero había levantado, el amor incondicional de Jesús transformó su vida; y Juan, el amor de un amigo verdadero y de un discípulo fiel.
De una manera o de otra, Jesús en su experiencia de abandono: “¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46), como lo expresa su grito en la cruz, experimentó más tarde la presencia íntima de su Padre quien lo llenó de una vida nueva en y por la resurrección. Está lleno del poder de curación de su Padre, se le da la vida nueva para que otros tengan la vida. Jesús concede a sus discípulos la misma capacidad de dar una vida nueva.
A menudo pensamos en la curación como una cosa extraordinaria. A veces esperamos milagros para ser renovados. Ciertamente existen formas extraordinarias por las que Dios entra en la historia humana y permite que lo imposible se realice con una vida nueva y una nueva manera de vivir. Y sin embrago, muy a menudo, cuando esperamos que alguna cosa extraordinaria suceda, dejamos escapar las ocasiones de cambio. El poder de curación de Dios puede no ser extraordinario. Es el amor de Dios quien cura. En el evangelio de Marcos, el leproso dice, “Si quieres, puedes limpiarme”. Y Jesús, lleno de compasión, extendió su mano, lo tocó y le dijo: “Quiero. ¡Queda limpio!”. Al momento el leproso fue curado. (Mc 1, 40-42). Estos gestos humanos muy sencillos y estas acciones que provienen del corazón de Jesús, cambian la vida del leproso.
Es el poder del amor de Dios en la vida de Jesús el que ha curado. La compasión de Jesús por él no es tan extraordinaria, sino más bien ordinaria. El amor de Dios nos une a Jesús al restaurar nuestra humanidad, nos hace capaces de ser dadores de vida nueva. Las Naciones Unidas han declarado este año 2009 como el año de la Reconciliación, considerando particularmente la reconciliación en los países del mundo que están destrozados por la guerra y divididos con motivo de numerosas formas de violencia, conflictos y pobreza. La reconciliación es tanto civil como espiritual. Una de las consecuencias de esta reconciliación activa, que nos reúne y nos levanta de nuevo, es la eliminación de toda idea de que los otros puedan ser abandonados o marginados. Todos formamos parte de un conjunto y estamos invitados a vivir en armonía los unos con los otros. La armonía o la renovación de nuestro ser es la consecuencia de la gracia del Sacramento de la Reconciliación, así como la consecuencia del diálogo entre las naciones que se esfuerzan por lograr la paz con un espíritu de buena voluntad.
Trabajar por la armonía y la reconciliación no es un acto aislado. Esto exige un esfuerzo de colaboración por parte de todos los pueblos. Me atrevo a esperar que todos los miembros de la Familia vicenciana van a trabajar para ser constructores de la reconciliación, de la paz y de la justicia en el mundo en que vivimos. Como lo subrayó Sor Marie Poole en Collaboration of St. Vincent and St. Louise, 20081, podemos aprender mucho de nuestros fundadores, Vicente y Luisa, destinados a comunicar y trabajar juntos en una extraordinaria armonía. Vicente y Luisa desarrollaron un espíritu de igualdad que abarca la complementariedad y la Colaboración entre San Vicente y Santa Luisa, 2008.
comunión, una mutualidad que va más allá de la simple colaboración. El fuego que se encendió en la relación que crearon entre ellos, su amor y su servicio a los que viven en pobreza, siguen viviendo hoy en la Familia vicenciana internacional. Como familia, estamos animados a vivir de su sabiduría, a tomar como modelo su capacidad para construir puentes entre las clases de la sociedad y a incluir tanto en la toma de decisión como en el ejercicio de la responsabilidad a las personas con las que y por las que trabajamos.
Esto resume lo que esperamos cumplir al profundizar nuestro propio conocimiento del cambio sistémico, una manera contemporánea de vivir hoy nuestra espiritualidad vicenciana, caminando llenos de esperanza al lado de aquellos y aquellas que viven en la pobreza. Como familia, estamos llamados, como lo estuvieron Vicente y Luisa, a reconocer y aceptar nuestros talentos, así como nuestras limitaciones y nuestra capacidad de trabajar de manera independiente y al mismo tiempo conjuntamente. Así como no hubo nunca ninguna competición entre Vicente y Luisa, quiera Dios que no haya nunca ninguna competencia entre las ramas de la Familia vicenciana. A pesar de nuestras diferencias, Vicente y Luisa tuvieron las suyas, dejémonos consumir por el amor de Dios y por nuestro amor hacia los más desfavorecidos. Ellos son nuestra prioridad. Dios es el autor de todo lo que hacemos y lo que hacemos juntos, lo hacemos en solidaridad con los pobres. Vicente y Luisa pudieron contar el uno con el otro en toda circunstancia, especialmente en los momentos difíciles. Imitémosles, sobre todo en estos tiempos de inestabilidad social, política, económica y religiosa que vivimos.
Puesto que caminamos juntos durante este tiempo de Cuaresma, hagámoslo a la luz de nuestros Fundadores que son verdaderos faros, modelo de auténtica
colaboración, de una verdadera cooperación en el servicio, un modelo para todos nosotros en cada uno de nuestros caminos. Hermanos y hermanas, la Cuaresma es un tiempo de abandono, de mortificación, de reconciliación, un tiempo de colaboración y de solidaridad. La Cuaresma es un tiempo de armonía y de paz. Es un tiempo para la vida nueva. Es un tiempo para pasar de la muerte a la vida, que nos hace salir de nosotros mismos para ir hacia los otros y hacia el Otro.
Que el ejemplo y la intercesión de María, la madre de Jesús, María Magdalena y Juan, nos permitan permanecer firmes y fieles al pie de la cruz, unidos en nuestro amor incondicional a Aquel que nos amó primero. Que sea el amor de Cristo crucificado quien nos apremie.
Su hermano en San Vicente, G. Gregory Gay, C.M. Superior general
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